Treinta años después, miro al monstruo desde la otra orilla del Mapocho.
Tendido en una banca vieja, un borracho gime en sueños y más allá,
en otra, dos jóvenes amantes gimen en preámbulos de amor.
Antes, los gemidos eran multitudes de agonías y estertores.
Gritos destemplados que quedaban colgados en muros sellados.
Hoy, la gente pasa por tus costados amnésicas y riendo.
Paquetes, mochilas, bolsas de compra, verduras, telas y pescados.
Caminan rápido, en oleadas, ceños fruncidos unos, lejanos y ajenos otros.
No saben que, desde la hermosa casa colonial
lavada en olvido, se dictaminaba muerte.
Amnésicos que, desde esos soberbios ventanales,
Azrael, el ángel de la muerte, batía sus alas.
Olvidados que en éste lugar el pavimento recogió
la sangre fresca de Juan Olivares y que
metros más al norte, Enrique Reyes fue acribillado
por su conducta de soldado aviador leal al pueblo.
Es demasiado el olvido.
¿Recuerdas a José Julián Peña Maltés, a
Julio Orlando Muñoz Otárola, a
Manuel Jesús Sepúlveda Sánchez, a
Alejandro Alberto Pinochet Arenas, a
Gonzalo Iván Fuenzalida Navarrete?
Ellos nunca salieron de este cuartel.
Pero si salieron de aquí, los verdugos de la Brigada Verde
que aquella madrugada de Corpus Cristi tejieron las mortajas
de Patricio Escobar, de Wilson Henríquez,
de Julio Guerra, Juan Henríquez, Patricia Quiroz,
Esther Cabrera, Ricardo Rivera, Manuel Rivera
de Ricardo Silva y Elizabeth Escobar,
Frente al Cuartel Borgoño espero el bus donde llegará mi hijo.
En ese tiempo lejano, de claves y encuentros clandestinos,
esperaba ansioso la llegada de Watussi, Yamil o del Poroto.
Muy cerca nos juntábamos con la Arcadia, el chico de Talleres,
con JC y sus noticias de la resistencia en las fabricas,
con Jacinto y sus planes de encaminamiento,
Ayer esperábamos construyendo el futuro.
Hoy, en la aridez, riego la tierra y siembro mañanas.