En esos años, tan pocos que podía contarlos con mis manos, me intrigaba la noche, las calles, los sonidos que trataba de descifrar. Algunos secos, como ramas quebrándose, el paso de animales, de personas conversando cuyo murmullo llegaba desde la ventana a mi cama, mejor dicho, la cama de mi abuela que me invitaba para calentarle los huesos. Ruidos súbitos, desconocidos llegaban desvelándome, estimulando la imaginación: el sonido cansino y acompasado de los cascos de los caballos tirando las carretelas de apresurados verduleros. El rechinar de las carretas y el jadeo rítmico de quienes la tiraban.
Desde el callejón del pecado llegaban esos otros: las risas, los chillidos y los canticos de las mujeres acompañadas por el sonido majestuoso de un piano o de la una cantarina guitarra.
Cuando traspasé por primera vez el pesado portón de la casa y miré la calle, me impresionó grabándose para siempre en mi recuerdo esa blancura ya extinta de la cordillera nevada. Dolían los ojos al mirarla. Y el sol, maravilloso, cálido, haciendo resaltar los coloridos trajes nuevos que estrenábamos para los dieciocho. Luego la calle se llenó de trompos, volantines, pavos, ñeclas y comisiones, y en las noches caballito de bronce y años después, surtidora de los escondrijos para iniciarse en los escarceos del amor.
Era la calle.
¿A dónde van? – Gritaba mi madre cuando nos veía tratando de escabullirnos de los deberes – y respondíamos a coro: ¡A la calle, má!
La calle de los desfiles de la banda de guerra de la Gratitud Nacional con sus pitos y cajas, la procesión y el Domingo de Ramos, con sus palmas tejidas y las cascadas de rezos; las calles intrincadas de “la cañada” donde Miguel lanzaba el grito de nuestra patota-hermandad graznando como pájaro y los menores le respondíamos graznando a coro, respondiendo a su llamada; o la calle de la animita, calle de brujas y demonios que recorría sin pisar las líneas del cemento y en cuyo extremo estaba el peladero, lugar en que reiteradamente soñaba que me moría, justo al lado del boliche donde nuestra familia compraba con libreta.
Y las otras calles, la de los cogoteos, la calle de muerte donde el Negro Cholongo dejó regada las tripas en medio de una riña de corvos, calle de gritos de espanto y desesperación cuando “la comisión” irrumpía en las casas de Maipú y la noche se llenaba de carreras, balazos y maldiciones, calle donde el pequeño Channy fumaba con la vista turnia divirtiendo a los mayores.
Calle de las aventuras, de charlatanes, adivinadoras y de los últimos tranvías que como dinosaurios urbanos fueron desapareciendo y dejando sus huellas-rieles pegadas en los pavimentos.
Calles que recorría en pantalones cortos, ateridos de frio aquel invierno y que me vio debutar de lazarillo, de cantante de micro, de precoz vendedor de lápices y elásticos, de aprendiz de sastre y pastelero, esa misma invadida por una multitud impresionante que mirando atónita la pantalla novedosa del televisor blanco y negro que la farmacia había instalado para que pudiéramos ver a Leonel aforrándole un cortito al soberbio italiano.
La calle recorrida solo un par de años después con vergüenza, con zapatos rotos rumbo al Liceo, con el hambre de desayunos y almuerzos adeudados, con la rabia de haber descubierto aquellas otras calles escandalosamente iluminadas, con alfombras de césped, habitadas por chalet y mansiones, recorridas por rubios, sirvientas, perros con capas y peinados, calles ajenas donde mi hermano hacia la entrega de cecinas especiales en la bicicleta freno torpedo y que de a poco fuimos memorizando sus nombre encopetados que nuestro lenguaje castizo deformaba.
Y fue mucho después, cuando descubrimos esas otras calles, esas manchadas de petróleo, brea, repletas de cajones, sacos, de materiales diversos acumulados a las puertas, a los costados y patios laterales de las fabricas donde entraban mocetones agiles y llenos de vida y salían hombres cansados y amargados rumiando desesperanzas. Esas mismas calles que se fueron llenando de carpas de huelguistas, de barricadas, de muchedumbres hermanadas y que luego acogieron a los miles de oradores cotidianos, a trabajadores voluntarios, a un enjambre de adolecentes que sentíamos vibrar la clase obrera avanzando tras un destino concreto, desafiando, golpeando a los patrones subversivos y acaparadores que saboteaban el nuevo destino que se construía, convirtiendo los muros en pizarras, en noticieros, en marcos del nuevo arte que florecía, en troneras donde aparecían las siluetas de los coligues y cascos de plásticos de obreros decididos a tomar el futuro en sus manos y que en esos palos y cascos inútiles en la guerra verdadera, presagiaban el lúgubre destino que el intento de tomar el cielo por asalto traería a los hogares, esta vez con orugas de fierros macizo recorriendo las calles y vomitando fuego, bombas desde las alturas arrasando con el sueño y desgarrando para siempre el alma de quienes lo vivíamos.
Y las calles se convirtieron en domicilios, rutas de escape, lugares de encuentro clandestino, de reuniones. Calles cercadas, calles cerradas, controladas donde lo único aceptable era el comercio, el dinero, el desfile de los serviles, de los yanaconas y los incautos. Entonces existieron calles prohibidas, poblaciones enteras prohibidas, asediadas, atacadas por civiles no identificados que pasaban en raudos vehículos disparando al bulto, dejando muertos, vivos consternados y furiosos. Calles que parían odio, héroes anónimos, mujeres desesperadas y hombres de dientes apretados.
Recuerdo esas calles. Ajenas. Vacías. Mudas después de tanta arenga llenando sus espacios. Calles que fueron testigo de las emboscadas para detener, degollar, quemar rebeldes y resistentes. Aceras y pavimentos regados con sangre de mujeres y hombres valientes que caían luchando porque creían que la lucha continuaría hasta la victoria final. Seres humanos gigantescos que no alcanzaron a vivir el asco y la repugnancia de ver a los renegados, a los que se vendieron al poder, que cambiaron sus ideales por un trabajo estable, por un lugar en la nueva sociedad. Pero eso vendría más tarde, porque las calles se convirtieron en teatros de operaciones de la Fuerza Central, del Destacamento, del grupo de Combate, de la milicia, en escenarios de marchas contra el Hambre y la Opresión, luego campo de batalla en las Protestas, altares donde el Movimiento Sebastián Acevedo enseñaba a usar violentamente la no violencia, calles donde mujeres y familiares de presos políticos y detenidos desaparecidos se encadenaban, calles de barricadas, calles donde se repartían los pollos y leches incautados, calles que fueron siendo recuperadas cuadra a cuadra, población a población, metro a metro, esas calles que en boca de Juanito eran nuestro lenguaje de guerra.
Calles convertidas en erizos, en luciérnagas, en laberintos, en desfiladeros, acantilados.
Calles en donde el pueblo en masa se desparramó ingenuamente a bailar, a celebrar, a reírse porque la dictadura había terminado, porque las papeletas de las urnas así lo decían. Llenas de esperanza, de alegría, de llantos de felicidad. Calles donde la mentira y la promesa cautivaron a la ingenuidad y al hastío, dando paso a las calles de hoy.
Los hombres y mujeres pasan apurados sin verse, se estrellan, se empujan, se pisan. Pero no se ven. Luces, neón, plástico, más luces, focos, cámaras registrándolo todo, vitrinas, y sin embrago parecemos caminando en la oscuridad sin vernos.
No vemos a los mendigo, a las niñas prostitutas, a los movidos que como buitres se desplazan acompañándonos para convertirnos en sus víctimas. No vemos al cartonero, al viejo que cansado busca un lugar para descansar sus pies de tanto trajín. Solo vemos los plasmas, las tarjetas de créditos, los precios, los encantos sensuales de los trozos de carne vendidos en pieles bronceadas y rostros bonitos. No escuchamos nada con los audífonos puestos, con los celulares persiguiéndonos, con los spot, con la farándula, con los avisos programados.
Ya no trompos, ni caballito de bronces, ni niñas saltando el cordel o tirando las piedras en la payaya. Los hijos han sido apresados por el wii, el macdonald, la televisión chatarra. Los libros descansan en paz en sus cementerios de líneas planas, el lenguaje hablado y escrito transformado en jerigonzas aptas para el teclado de celulares, Messenger, twitter.
La calle donde ya no habita la comunidad y que ha sido asaltada por seres enfermos de la peste del individualismo, seres que no se inmutan de caminar entre las miles de gigantografías, pendones, afiches, palomas que retratan a los dueños verdaderos de sus destinos que ellos creen conducir.
Calles donde aun están las huellas de tantos que penosamente miran desde la historia como sus propias muertes fueron moneda de cambio para lograr esta paz de los esclavos.
Debemos recuperar nuestras calles, como ayer: esquina tras esquina, cuadra a cuadra, barrio a barrio. Para que la habite el pueblo organizado.
Para que cantemos, bailemos, riamos, nos amanezcamos reconstruyendo el pueblo y la calle de todos.
Debemos re-nombrarlas con el nombre de los que en cada esquina o cuadra cayeron y de los que siguen y seguirán cayendo en esta lucha que, aunque muchos la han abandonado, seguirá hasta la victoria final