(Para mi hermano Carlos, el negro Cronos)
Ahí estaba callado y en el rincón cuando su primo Andrés llegó a invitarlo. Se quejo de la mala noche pasada pero su primo y compadre de andanzas desde siempre, ya lo sabía. En realidad, toda la familia lo sabía desde hacia mucho tiempo. Mas bien desde su regresó después de dos décadas de ausencia. Pero ausencia fue la palabra elegante encontrada por la familia para explicar la militancia y clandestinidad de ese hombre prisionero de recuerdos, miedos y de las malditas pesadillas que se tomaban su mente negándose a abandonarla. Fue Andrés quien prácticamente lo arrastró a la consulta del equipo de salud mental del consultorio donde le diagnosticaron una profunda depresión y un trastorno severo del sueño que debía ser tratada con pastillas que tozudamente se negó a tomar. Fue un episodio más de una serie de hechos que determinaron el quiebre definitivo con su mujer, a lo que siguió el quiebre con sus hijos ya adultos para quienes él era un extraño. En verdad, en su fuero interno se daba cuenta que no podía controlar esa forma de tratarlos de manera irónica, acida, casi de desprecio. O de escepticismo de alguien que ya no espera nada de la vida ni de las personas.
Andrés era la excepción y toda la familia recurría a él para buscar formas de ayudar al hombre porque contrario a lo que él suponía, a nadie le era indiferente su estado. Que Andrés fuese el interlocutor no tenia nada de extraño. Siempre había sido así, desde el tiempo en que vivían todos amontonados en las piezas del conventillo, antes que se mudaran todos a la casa grande, desde la época en que juntaban a medias las monedas para comprar los sobres con figuras de jugadores cabezones para llenar el álbum, de esa época, que ambos atesoraban, cuando jugaban largas pichangas en la calle con pelotas de plásticos y en la modalidad de ultimo gol gana. Por sus talentos, ambos eran la dupla de oro del club local: Andrés era comparado con Leonel Sánchez por sus cañonazos y él era “la vieja Álvarez” el mago del mediocampo del ballet azul, el que “mataba” cualquier pelota difícil de controlar para dejarla quieta entre sus piernas, al tiempo que levantaba la vista y metía el pase con ventaja justo y “al calló” del delantero. Un verdadero emulador de barrio del mítico Cua Cua Hormazabal del club rival. Pero eso había sido hacia mucho. Antes de que comenzaran juntos a responder los “slam”, a bailar go-go en los malones y a confidenciarse respecto a sus enamoradas. Y de esa infancia feliz del conventillo, los primos habían ingresado sin saber como, a los grupos que en el barrio se organizaron para tomarse el supermercado del barrio y organizar la entrega de mercaderías y la defensa con milicianos, en aquellos días agitados de colas, desabastecimiento y discusiones cotidianas en el barrio, en el liceo, en la junta de vecino, en el seno de la propia familia. Fue en esa época en que lucia un escuálido bigote cuando se profundizó su relación con Andrés que decidió apoyarlo cuando tomó la decisión de convertirse en militante revolucionario, en contra de la opinión de toda la familia, en contra de la opinión de su polola de siempre, en contra de su propio futuro como futbolista que despuntaba ya en las inferiores de su querida Universidad de Chile.
De eso hablaron la última vez que fueron juntos al Estadio Nacional y sentados en la galería, bajo el marcador, veían el juego de una lánguida escuadra azul. Luego, el golpe de estado y su detención: Villanueva, el sapo de la cuadra lo entregó cuando volvía de un entrenemiento
Nadie pudo saber que le había sucedido en su detención, como tampoco supieron nada de él durante dos décadas. Solo Andrés supo del infierno que había vivido en la escotilla tres, en el velódromo donde interrogaban a los prisioneros de guerra, de las torturas infinitas, de las muertes, de la agonía y desesperanza de mucho, de los suicidios, del terror, del miedo, de hombres orinándose frente a los uniformados, de hombres tartamudeando, de hombres convertidos en delatores y de esos otros que callando se convertían en numero de las estadísticas de fusilados, daño colateral de la guerra de los patrones, héroes anónimos que solo el futuro recogería. Ya nunca fue el mismo. No regresó al hogar, no vio crecer a sus hijos y nunca más volvió a pisar ese Estadio que había quedado maldito para siempre.
En esos años, de vez en cuando Andrés encontraba una cruz dibujada en el poste del alumbrado público frente a su casa y esa era la señal convenida para los encuentros furtivos con el primo siempre hambriento, sin dinero, que solicitaba pequeños favores que el cumplía sin preguntar nada, aun cuando interiormente su propio temor iba creciendo a medida que el nombre y el rostro de su primo asociado a la palabra terrorista se repetía en portadas de la sección policial de los diarios. Fue ese mismo temor que fue decreciendo tras el termino del régimen militar y que cesó el día en que su primo apareció en la puerta de la casa familiar flaco, la piel ajada, los ojos huidizos, diciendo que ya todo se había podrido y que regresaba al hogar. Entonces supo que casi no dormía, que la pesadilla recurrente del Estadio Nacional lo asfixiaba para siempre. Ni el reencuentro con su mujer y sus hijos lograron un cambio en su actitud. Cansado, derrotado, hundido, sin ánimo, sin esperanza alguna, sinónimos todos aplicables al brillante artista del balón de ayer, terreno yermo del hoy decepcionado. Un hombre vivo cuya mente estaba entre desaparecidos, encarcelados, ejecutados o compañeros muertos en enfrentamientos. Un hombre que no podía dormir atormentado por las pesadillas recurrente de lo ocurrido y de su paso por el Nacional.
Casi por azahar fue que Andrés descubrió que la pasión por el club de sus amores era lo único que en él no había cambiado. Fue en uno de sus tantos intentos por hilvanar una conversación que lo animara, cuando se dio cuenta que sabia cada detalle de la campaña y los jugadores del club azul.
Por ello que, en medio de esos días donde los estudiantes remecían con tomas de liceos y marchas el país, cuando se le ocurrió invitarlo a la final de la copa sudamericana que jugaba su equipo.
Gracias, pero no voy a ir. No tengo miedo a entrar al Nacional. No voy a ir porque ese lugar está maldito. Vamos a perder ahí. Nunca un equipo chileno ganará en esa mierda de Estadio ningún partido o torneo importante. Todos han perdido y todos perderán porque lo habita la maldad, la crueldad de los chacales asesinos. En las graderías están las animas de los compañeros asesinados, en el pasto, en los camarines, en las escotillas, en el aire están los gritos de dolor, la sangre, el terror, el miedo. Está maldito.
Sólo en la casa, el hombre, días después mira por televisión el partido mordiéndose las uñas. No está quieto. Camina, enciendo un cigarrillo, se sienta, vuelve a caminar. Está desconcertado porque la Universidad de Chile va ganando y sabe, está absolutamente convencido que tiene que perder. En su fuero interno luchan el deseo de que gane el azul de su vida y el deseo de que se reivindique la memoria de los asesinados, presos y torturados del Estadio Nacional.
Entonces, cuando quedan ya pocos minutos para que reaccione el adversario, ve a Marcelo Díaz controlar la pelota en la media cancha, lo ve levantar la vista ubicando al delantero, siente que es su propia pierna la que pone el pase suave para que Eduardo Vargas, el de Renca, veloz como un rayo, controle el balón, enfrente a dos defensores de blanco, quiebre de cintura en velocidad en un movimiento que desde lejos parece que es equivocado y que va a perder el control del balón, pero no es así porque arrastra la pelota dejando pagando a los defensas y corre en pos del arco. Y cuando ya sale el arquero achicando, impidiendo el gol definitivo, piensa que si es cierto, que la maldición esta presente, ocurre lo impensado porque Edu, la Joyita que llegó desde el norte al nuevo Ballet, toca suave a un rincón del arco y el grito, el aullido contendido durante tantos años se escapa, salta, rebota, se multiplica en miles de gargantas, de pechos, haciendo añicos, por unos instantes únicos en sus vidas, los temores, las frustraciones y de paso derribando para siempre la maldición del Estadio Nacional
Al mediodía del día siguiente Andrés fue a ver a su primo para celebrar. Un hombre de mirada calida y sonriente lo recibió diciendo calmadamente “por fin después de tantos años pude dormir como lirón. Y se estrecharon en un fuerte abrazo. Afuera, los estudiantes pasaban gritando sus consignas de Poder Popular.