A raíz de la fuga de capitales, dirigentes y organizaciones de izquierda (por ejemplo, del Partido Obrero) han planteado la necesidad de que se establezca el control obrero sobre el mercado cambiario, y más en general, sobre los movimientos financieros y los bancos. El control obrero también lo han propuesto como salida para otros problemas. Por caso, cuando se exige la estatización de empresas de servicios públicos, o de industrias básicas (como las empresas energéticas). Extrañamente, dada la importancia que se le otorga, rara vez se precisa para el gran público cuál es su contenido. En esta nota presento los dos contenidos que puede tener el control obrero, y argumento por qué, en la actual coyuntura política, la agitación de la consigna lleva a la colaboración de clases.
Dos tradiciones
En el movimiento obrero mundial ha habido una larga tradición revolucionaria del control obrero, vinculada a la formación de órganos de poder. Es que cuando los trabajadores elegían, en coyunturas de alta tensión revolucionaria, comités de huelga, y éstos comenzaban a extenderse a más y más empresas -y eventualmente, a los soldados, campesinos, etcétera- surgía un poder que comenzaba a disputarle a la clase dominante no sólo el control de los centros de producción, sino también el dominio territorial y político general. Ya Marx hablaba de los comités obreros en la revolución de 1848; luego, fue la Comuna de París, de 1871; y más tarde los soviets (o consejos) en Rusia, en 1905 y en 1917; también los consejos obreros en las revoluciones fallidas de Alemania y Hungría; y los embriones de poder obrero en España en los 30; en las revoluciones de Alemania de 1953, y Hungría de 1956; o en Bolivia, en 1952, para citar algunos casos salientes. Todas estas experiencias fueron producto de ascensos revolucionarios, y cuestionaron (o apuntaron a hacerlo) el poder de la clase capitalista; o de la burocracia stalinista, en Alemania y Hungría. Éste es el contenido que tuvo la agitación por el control obrero en el marxismo. Por eso, nunca fue una consigna para ser lanzada de manera aislada, ya que jamás podía ser instrumentada en un sentido crítico y subversivo por fuera de las organizaciones de poder obrero, y de los programas que éstas asumieran. En particular, sin organizaciones de base de las masas sublevadas, no hay poder dual, y por lo tanto no hay medios para establecer ningún control. Pero la dualidad de poderes no se establece por decreto. En su Historia de la Revolución Rusa, Trotsky escribió que “la dualidad de poderes sólo surge allí donde chocan de modo irreconciliable las dos clases, solo puede darse, por lo tanto, en épocas revolucionarias y constituye, además, uno de sus rasgos fundamentales”.
Por otro lado, en el vértice opuesto, está la idea de que el control obrero puede ser integrado al régimen capitalista. Mandel (1973) sostiene que una de sus primeras versiones la encontramos en la socialdemocracia alemana, que transformó los consejos obreros alemanes y austríacos de 1917-8 en órganos de colaboración de clases con la gran industria. Luego, en la segunda posguerra, tomó la forma del “co-dirección” de las empresas que se habían estatizado en muchos países europeos; una política que defendieron los partidos socialistas y comunistas. También en América Latina se registró este tipo de experiencias, pero a través de direcciones sindicales; por ejemplo, en Argentina el sindicato de Luz y Fuerza “co-gobernaba” la empresa de electricidad Segba, participando de su directorio. Aunque, en realidad, no había “co-gobierno”, sino gobierno de la burguesía. Como señalaba Mandel, “la noción de que el ‘control público’ era ejercido sobre la economía capitalista por el gobierno, el parlamento, los ayuntamientos locales, los comités conjuntos de obreros y directorios, etc., sigue siendo un mito en tanto el poder económico y político real permanece en las manos de la burguesía”. Sin embargo, en aquellos años 60 y 70, algunos pensaron que se estaba avanzando en una transición pacífica y gradual al socialismo. Creían que se podían ir conquistando “trincheras”, empezando por los lugares de trabajo. Era la versión “obrerista” de la idea -tan común hoy en algunos reformistas argentinos- de que es posible controlar al Estado a través de una “guerra de posiciones” (los “usos” de Gramsci son infinitos). En última instancia, se trataba de la táctica de Bernstein, de la “ampliación progresiva del control social”.
Hoy sabemos que aquellas experiencias sólo pavimentaron el camino de la posterior ofensiva del capital sobre el trabajo. Es que en condiciones de control “normal” de la burguesía, no hay manera de establecer un control obrero que no sea un instrumento de cooptación de la vanguardia obrera, cuando no de colaboración de las burocracias sindicales (o de los grandes partidos reformistas, socialistas y comunistas). Rosa Luxemburgo (1973), en polémica con el ala derecha de la socialdemocracia, decía que los trabajadores no pueden co-dirigir con el capital la producción, ya que en tanto subsistan las relaciones capitalistas, estarán obligados a desempeñar, incluso contra su propia voluntad, el papel de empresarios capitalistas. Por eso, el control obrero, cuando se establece en el sentido que lo visualizaba el marxismo, exige, por lo menos, un alto grado de organización autónoma de los trabajadores (consejos, soviets, etc.) y ser implementado en compañía de otras medidas igualmente revolucionarias. Lo cual pide un contexto revolucionario; es lo que decía Trotsky a propósito del poder dual en Rusia (apunto que Trotsky no sacó todas las conclusiones sobre esto cuando escribió el Programa de Transición. Aunque, también hay que decirlo, advirtió que el control obrero no puede agitarse en cualquier circunstancia).
Hoy en Argentina…
Los dirigentes y organizaciones de izquierda que hoy están proponiendo el control obrero sostienen que no plantean la consigna en el sentido reformista, y que de ninguna manera buscan la colaboración con la clase dominante. No tengo por qué no tomar en serio este argumento. Estos partidos enfrentan y denuncian a las burocracias sindicales que se benefician de la explotación del trabajo colaborando con el capital y su Estado. El problema no son entonces las intenciones, sino la mecánica política a la que se es inducido cuando se plantea la consigna del control obrero en una coyuntura como la actual. Es que no se puede plantear la consigna de manera revolucionaria, a las grandes masas, porque no hay condiciones para hacerlo. Tomo como ejemplo otra consigna, que he discutido con el Partido Obrero, la del cambio de la estructura impositiva. En su momento escribí una nota planteando que el cambio de los impuestos, en sí mismos, no iba a mejorar la distribución del ingreso, y que el marxismo siempre había planteado esta demanda acompañada de una serie de medidas transicionales. Se me respondió que el Partido Obrero planteaba la reforma impositiva en el marco de un programa revolucionario, en el que figuraba el control obrero. (véase aquí y aquí). En principio, parecía que estábamos de acuerdo. Pero en los grandes medios la consigna se siguió presentando de manera aislada. Nunca se explicó claramente que sólo tendría sentido progresivo si se instrumentaba en el contexto de un programa de transición al socialismo. Sin embargo, no es que hubiera “traición”, ya que esta actitud hasta cierto punto es lógica. ¿Por qué? Pues porque no hay manera de explicar a la gente que la tarea inmediata es formar comités obreros, establecer el control revolucionario sobre las grandes empresas y disputarle ya mismo el control de la economía al Estado y el capital. Nadie entiende cómo se puede implementar semejante programa ahora. Y pensar que esto se puede “votar” en el Parlamento es, por supuesto, una ilusión, además de inútil (el control obrero no se establece con leyes). Por este motivo, hasta cierto punto, encontramos un discurso dual: en la prensa militante las cosas se explican de manera más acorde con el contenido revolucionario de las demandas, pero en los medios masivos esto no se puede hacer. De ahí también que a veces cuesta clarificar dónde están las diferencias.
Por este motivo, se cae en un propagandismo abstracto (cuando en realidad se procura hacer lo opuesto). Si hoy en las empresas ni siquiera se puede acabar con el control de la burocracia; si en la mayoría de los lugares de trabajo es una demanda “revolucionaria” pedir cosas mínimas; si los activistas están dispersos; y si hay pocas direcciones sindicales antiburocráticas (y más de una ha sido cooptada por la burocracia “reformista”), ¿qué sentido tiene salir a plantear que la consigna inmediata es establecer el control obrero? Observemos que habría que decir que ya mismo hay que formar comités obreros (de lo contrario, ¿quién establece el control obrero?) independientes de la burocracia. ¿Cómo hacerlo, si los activistas y militantes de izquierda están ante tareas inmediatas, organizativas y reivindicativas, mucho más primarias? Incluso, supongamos que en estas condiciones una fracción de la clase dominante tuviera interés en parar la fuga de capitales, dando alguna participación al movimiento sindical. ¿Qué sucedería? Sencillamente, que la consigna sería instrumentada por la burocracia. Ésta es la razón, por otra parte, por la cual la consigna “no prende” en ningún lugar. En ninguna empresa hay control obrero en la actualidad (los casos de las industrias recuperadas no son “control obrero”; lo discuto aquí), a pesar de que algunas organizaciones llevan años agitando la consigna. La gente se da cuenta de que esto es imposible o que, en cualquier caso, generaría uno de los tantos escenarios de colaboración entre la burocracia sindical y el Estado, o el capital. Hacer política no es repetir y repetir una consigna. Hace años conocí un grupo trotskista inglés que pasó décadas terminando cada editorial de su periódico con el llamado a “preparar la huelga general”. Lo que discuto aquí es un caso similar. Las demandas que se agitan deben tener alguna correlación con los estados de ánimo, y las relaciones entre las clases.
En conclusión, la consigna es desacertada. Al margen de las buenas intenciones, sólo puede ser leída como una “receta” para solucionar problemas (la fuga de capitales; la corrupción de empresas estatales, etc.) dentro del sistema capitalista. Pero el capitalismo no funciona bajo “control obrero”. Esto que afirmo no niega, por supuesto, la importancia que puede tener explicar el control obrero en la propaganda y la lucha ideológica por el socialismo. Pero no puede ser pensada para la aplicación inmediata. La relación de fuerzas entre las clases sociales de hoy la hacen abstracta y vacía. Y esto, en el mejor de los casos.
Textos citados:
Luxemburgo, R. (1974): Reforma o revolución, Buenos Aires, Papeles Políticos.
Mandel, E. (1973): “Worker’s Control and Worker’s Councils”, www.marxists.org/archive/mandel/1973/xx/wcwc.html.
Trotsky, L. (1985): Historia de la Revolución Rusa, Madrid, Sarpe.