skip to main |
skip to sidebar
No hay necesidad de fuego, el infierno son los otros.(J. P. Sartre)
Avanzando por San Joaquín hacia el Puente Las Flores, la micro San
Eugenio Recoleta se detuvo mientras la vieja y destartalada camioneta
Ford, tomada en la urgencia para salir del cerco, avanzaba en dirección
opuesta. Mariano intentaba disminuir para que Ramón, el Negro, alcanzara
a subir. No fue posible, concentrándose en mantener la dirección para
que Diego, desde la pisadera de la vieja “burrita” tuviera la
posibilidad de contener. De un vistazo, observó que la San Eugenio se
detenía y creyó ver una chaqueta beige apresuradamente. Mariano aceleró
para romper el seguimiento, en sentido opuesto.
Ramón se
paralizó por una fracción de segundo: se iban sin él y se dio cuenta,
con pánico, quedaba a merced de los vehículos que con el ulular
creciente de sus sirenas, avisaban que ya estaban a escasos metros del
lugar. Sin pensarlo mucho, subió al microbús cuando este comenzaba a
ponerse en marcha. No quiso mirar hacia atrás, aunque intuía que una voz
o una bala podían perfectamente detener su escape. Respiro hondo y
estiró el billete. El chofer le alcanzó el vuelto mirándolo fijo. Ramón
estaba semi doblado, quizás ocultando su verdadera estatura, con la mano
conteniendo su estómago y simulaba un gesto de dolor. Se sentó en el
segundo asiento, el frio del tevenil verde le vino bien a la espalda
húmeda. A las 10.24 am habían ocho pasajeros y la población Chile se
alejaba por el vidrio de la ventana. En el gran espejo de la 35 la
mirada de Manuel, el chofer, parecía encarar desafiante a Ramón. Apretó
con rabia la palanca de cambio, encomendándose a su santo.
Ramón
sin dejar de sentir la mirada, percibió que un hilillo de sudor bajaba a
la altura de su calzoncillo. La humedad del miedo se confundía con la
temperatura que su nuca guardaba sin posibilidad de esquivar la pupila
de Manuel.
Sonó el timbre y al detenerse el vehículo, bajó la
señora de la malla azul, donde asomaban unas flores mustias, que
evocaron en el Negro el gobelino desteñido de la casa de tía Nora en
Placeres. Sintió su propio olor a adrenalina por sobre el aroma a
lavanda que dejaba a su paso la señora.
Pensó en bajar,
titubeando no alcanzó a despegarse del asiento que ya estaba mojado con
su transpiración. Cruzó nuevamente la mirada con el conductor,
acariciando su estómago pero esta vez, ya no había gesto de dolor. Se
miraban fijo. Manuel pasó cambio y aceleró parar partir, mientras Ramón
respiró contando los minutos, al tiempo que tomaba noticia del frio de
esa mañana de abril y observaba el lento caminar de la señora que
atravesando la avenida intentaba esquivar la carrera de dos autos Opalas
que raudos pasan bajo su mirada. Los vidrios oscuros no permiten ver
cuantos van dentro del vehículo.
El peligro no acaba. Y Ramón,
instintivamente, vuelve su mano hacia el estómago. Revisa los pasajeros y
re-encuentra la dura mirada de Manuel en el espejo, quien acelera
apretando los dientes. Empero, el Negro ya no finge. El olor de la
bencina siempre ha sido su enemigo durante las mañanas, que esta vez,
sumado a la vorágine de los hechos, le regalan un severo dolor de
cabeza.
Manuel, intenta mantener su recorrido. Toma velocidad,
esquiva un carretón y sus caballos, mientras escucha que uno de los
pasajeros tararea una antigua de Yaco Monti. Que tienen tus ojos, que yo
no te olvido, que tiene el recuerdo….
- De otra manera, bajo a todos los restantes y me voy contigo- pensó Ramón, el ex marino.
Se afirmó en la convicción que los otros podrían eludir los cercos y
que José no sería atacado por otra crisis de asma. Con palitos, pensó,
esa la yerba que prefiere el jefe– y se reiteró: mezclada con palitos y
con el agua sin hervir. Volviendo a vernos, le pediré que me prepare un
mate de esos, se prometió. La ambigua inseguridad de Ramón hacia que el
deseo de un nuevo encuentro, funcionara como conjuro para que José y los
muchachos estuviera a salvo.
Examinó una vez más su
respiración, su ritmo cardiaco y el entorno. La rigidez de sus piernas
denotaba el estado de alerta, al tiempo que un Hilton asomaba en el
bolsillo de la camisa gris de trevira. No podía, todo su organismo lo
anhelaba y muy a pesar de los vanos intentos de entrenamiento en la
Armada, al tabaco era fiel. Repasó la cara de Mariano cruzando el puente
y de pronto recordó la chaqueta cruzada de Diego olvidada en la
camioneta acondicionada que originalmente era el transporte del grupo.
La militancia en la resistencia le alerta sobre el error; error que
podría generar pistas a los perseguidores, dejándoles sin tiempo,
atrasando el sur, el monte.
Bruscamente se encontró impulsado
hacia delante por una intempestiva frenada en luz roja. Desconcertado
casi saca su arma pero en el mismo momento vio que dos escolares y demás
pasajeros hicieron ver lo abrupto de la detención. Hasta unos garabatos
le fueron lanzados a Manuel.
Otra roja y el sólo quiere que la
odisea termine. No puede dejar de observar a Ramón, quien busca a
través del vidrio algún movimiento extraño y asegura su pie derecho en
dirección a la bajada, mirando fijamente situación tal cual se ha ido
desarrollando. Observa a un escolar y piensa en su hermano, en Natalia
su pequeñita y en todo el tiempo que ha pasado sin verlos. Manuel le
mira, ahora claramente embroncado por el espejo.
La gueá…la malacue,
cuando le cuente a los viejos en la garita no me la creen, chucha menos
mal que justo apague la radio…lo que son las cosas, están dando la
noticia y justo sube éste gallo ¿Por qué a mí?… ¿por qué ?....menos mal
que la apague a tiempo sino este gueon nos caga…
Por fin, al
doblar al llegar a Santa Rosa, se asoma la feria y al detenerse la micro
Ramón lee el cartel “‘silantro a 0.50”. Con la ventana abierta alcanza a
sentir el aroma que llega lejos. Tan lejos como esa vez que viajo desde
su Curicó natal hasta Okinawa, al otro lado del mundo y por error se
mando un solo de pito que arrancó aplausos de la multitud que veía
desfilar la banda de guerra del buque en el que servía.
¿Cuándo bajará el gueón?- Manuel ya no podía más.
Distrayéndose de la feria de media mañana, Ramón mira el reloj 10, 51.
Antes de pararse de su asiento nuevamente acaricia su estómago,
desafiando la mirada de Manuel a través del espejo. Ya en pie no hay
nada más que medie entre ambos. Descenderá por delante, es evidente.
En sentido contrario a la San Eugenio Recoleta un carro policial, con
sus luces rojas encendidas, busca hacerse paso. Ve a Manuel nuevamente,
esta vez de lado. El chofer, previendo algo cierra la puerta que ya
había abierto.
Ramón recibe en su rostro moreno una ráfaga de
viento frio y polvoriento de la población mientras los gritos de los
feriantes comienzan a apagarse en sus oídos. La humedad del océano
pacifico le parece una elección por hoy imposible pero a cuenta de la
nostalgia y la armada. “Dios es mi copiloto”, “Córrase por el pasillo”
rezan las frases escritas para los pasajeros y que lee tratando de
demostrar tranquilidad mientras en su cabeza pasan las ráfagas de
recuerdos. La detención de él y sus compañeros detenidos por sedición
precisamente por los sediciosos, su estadía en prisión, su larga
cesantía posterior, el Comité levantado con los viejos cesantes igual
que él en el callejón Ovalle, los días en que subía a las micros a
escribir también. Una sola letra, la R encerrada en un círculo….
Manuel acelera, partiendo bruscamente, casi ahogando al motor. Aprieta
el manubrio y es un bloque cerrado con él. Tranquilo, no pasa nada le
dice en voz baja Ramón afirmado en la brusquedad del movimiento de una
sola mano, la otra en su estómago. Siente cuando el pesado metal sobre
su estomago busca bajar más allá del ombligo. El zapato rosado y
plástico de guagua que completa el santuario popular de la 35, continúa
oscilando como un péndulo.
-Tranquilo, no hagai tonteras, ¡Dos más allá y esto se acaba ¡- reitera con voz grave.
El tiempo parece eterno y al fin Manuel se detiene lo más apegado a la
vereda de la calle. Se miran por última vez escrutando el miedo o la
guerra.
- Parte rápido gueon- , la mano de Ramóne ya no está en su estomago, sino en la espalda de Manuel que parece de cemento.
- Ubique urgente un baño amigo y pa la otra hágala bien, no en micro-
Acelerando el paso Ramón se internó por la plaza. Lázaro esta como
siempre en esa esquina buscando en el suelo lo que nunca encuentra. Lo
ve moviendo su cola y le brinda un gesto amistoso. Va a la fuente soda,
pide una papaya y escucha en el radio de cooperativa, que son
intensamente buscados los extremistas quienes esa mañana han realizado
un triple asalto bancario en la ciudad. Bebe de un sorbo su papaya, pasa
al baño y pensando en José y los otros, sale de allí con premura. El
sol ya calienta la ciudad. Lázaro lo espera echado en la vereda, Ramón
acariciando la cabeza del perro esboza una sonrisa y piensa con razón el
Mando bautizo la acción como “Nunca Más”.
A Carlos García (Ramón) y sus compañeros/as. por la decisión de encontrar camino durante la noche, contra la derrota.
A José, Arcadia, Mariano, Yamil, Jaime, que ya partieron.
A Cecilia Radrigan.
En Homenaje a los 48 años