Una de las grandes sorpresas que habían deparado los levantamientos populares en el mundo árabe es que habían dejado momentáneamente fuera de juego a todas las fuerzas islamistas y muy especialmente, claro, a la más sospechosa y extremista, Al-Qaeda, marca comercial de oscuro contenido largamente instrumentalizada para sostener dictadores, reprimir toda clase de disidencia y desviar la atención lejos de los verdaderos campos de batalla. Con indicaciones de amplio espectro, como la aspirina, Bin Laden reaparecía cada vez que hacía falta atizar la “guerra contra el terrorismo”; se le mantenía con vida para agitar su espantajo en encrucijadas electorales o para justificar leyes de excepción. Esta vez la situación era demasiado grave como para no usarlo por última vez, en una orgía mediática que eclipsa incluso la boda del príncipe Guillermo e introduce efectos muy inquietantes en el mundo.
Cuando parecía relegada al olvido, definitivamente arrinconada por los propios pueblos que debían apoyarla, reaparece Al-Qaeda. Un desconocido grupo, en nombre de esa patente, asesina a Arrigoni en Palestina; días después, en plena efervescencia de las protestas antimonárquicas en Marruecos, una bomba estalla en la plaza Yamaa Fna de Marrakesh; ahora reaparece Bin Laden, no vivo y amenazador, sino en toda la gloria de un martirio aplazado, estudiado, cuidadosamente escenificado, un poco inverosímil. “Se ha hecho justicia”, dice Obama, pero la justicia reclama tribunales y jueces, procedimientos sumariales, una sentencia independiente. Más sincero ha sido George Bush: “Es la venganza de los EEUU”, ha dicho. “Es la venganza de la democracia”, ha añadido, y miles de demócratas estadounidenses zapatean de alegría delante de la Casa Blanca, saltando con bárbara euforia sobre tibias y calaveras. Pero democracia y venganza son tan incompatibles como la pedagogía y el infanticidio, como el alfabeto y el solipsismo, como el ajedrez y el juego. A los EEUU le gustan los linchamientos, sobre todo desde el aire, porque sabe que son más poderosos que los principios. “El mundo siente alivio”, afirma Obama, pero al mismo tiempo alerta de “ataques violentos en todo el mundo tras la muerte de Ben Laden”. ¿Alerta? ¿Avisa? ¿Promete? ¿Qué alivio puede producir un asesinato que -se dice al mismo tiempo- pone en peligro a aquellos a los que presumiblemente se quiere salvar?
Este era el momento. Al-Qaeda vuelve a dominar la escena; Al-Qaeda vuelve a saturar el imaginario occidental. Mientras el presunto cadáver de Ben Laden es arrojado al mar, Bin Laden se apodera fantasmalmente de todas las luchas y todas los deseos de justicia. Se cumplirá el vaticinio de Obama: habrá ataques violentos por todas partes y el mundo árabo-musulmán volverá a ser un bullicio de fanatismos y decapitaciones, quieran o no quieran sus poblaciones. Entre democracia y barbarie, es evidente, EEUU no tiene duda: la barbarie se ajusta mucho más al “sueño americano”.
No sabemos si se ha matado realmente a Bin Laden; lo que está claro es que el esfuerzo por resucitar a toda costa a Al-Qaeda pretende matar los procesos de cambio comenzados hace cuatro meses en el mundo árabe.